jueves, 16 de abril de 2015

Vivir como en un juego

Ficciones reales. Criminales dignos. Cuentos novelas. La muerte juega a los dados es un libro distinto, no solo porque entre los intersticios silentes de los dieciocho relatos que lo componen, Clara Obligado construyera una novela negra, sino porque allí declara fútil ocuparse de los muertos, aunque sea para encontrar a sus asesinos. Así, trasciende lo policial para tejer, en la microhistoria de una familia patricia argentina que va erosionándose a lo largo del siglo XX, la macrohistoria del país donde transcurrieron sus existencias, estableciendo un incómodo paralelismo entre nación y patriarcado.
La muerte juega a los dados
“Lo esencial no es quién mató a quién (…) lo importante es qué sucedió con toda esa pobre gente que se quedó viva, qué les pasó después. Lo fundamental no es la solución de los grandes enigmas, sino la vida de todos los días”, escribe la autora en el cuento “Efecto coliflor”, uno de los dos que dedica al agente que investiga el asesinato de Héctor Lejárrega. El detective O’Brien representa otro quiebre con las intrigas policiales tradicionales, pues el personaje (masculino) encargado de hacer cumplir el imperativo moral donde el bien triunfa siempre sobre el mal se reduce a un mediocre abandonado por su esposa, incapaz de resolver el crimen que desbarató su carrera y cuya soledad es tal que se enamora de una nevera. Tampoco es ese antihéroe entre investigador y filósofo, el hermeneuta de moda en quien los críticos vierten el significante nuclear de la posmodernidad, que cuestiona al mundo desde la ciencia, el periodismo o la defensa de la ley. Este policía mira hacia fuera  como desde la ventanilla de un vehículo en movimiento y solo ve manchas borrosas, sin entender nada. Por eso termina transándose por organizar ad nauseam los detalles de un crimen –“la masa confusa de ramificaciones idénticas”– para resolverlo como si en este estuviera cifrada la razón de su propia existencia.
Como en sus obras anteriores, Las otras vidas (2006) y El libro de los viajes equivocados (Premio Setenil, 2012), la estructura es un elemento esencial del libro. Sin embargo, en La muerte juega a los dados, como si fuera un eje más de la trama del cuento “Efecto coliflor”, Obligado hace una declaración de su poética. “Frente a la coliflor partida, había comprendido todo: la estructura del universo, el tejido del cerebro, el camino de los nervios, las venas, el crimen”, piensa el detective O’Brien: “Todo se repite a diferente escala, había atisbado el ojo del universo en una hortaliza, el tallo grueso que se separaba en conglomerados idénticos hasta formar una cabezota semejante a una nube. Y así, hasta el infinito”. Allí está la distribución de las partes que proponen las ficciones de esta autora: las estructuras de sus relatos que se alzan hacia el infinito, vinculándose por detalles a los que carga de significado hasta convertirlos en símbolos, de la misma manera que en “La sangre” conecta realidades separadas por el espacio y el tiempo en la herida supurante de Héctor Lejárrega.
Este procedimiento es especialmente útil cuando Obligado intenta demostrar que la historia es cíclica, la macro tanto como la micro, y construye narraciones que actúan como espejos de otras. Así hace entre los relatos “Nada útil” y “La huida” o entre “La peste” y “Las eléctricas”. En el primero, un chico que solo sabe sacar cuentas escapa milagrosamente de la invasión nazi a Francia y en el segundo, una prostituta huye de las huestes de la Revolución Mexicana gracias a su belleza. Si pueden compararse ambas anécdotas no es solo porque las invasiones en la época de Hitler eran tan devastadoras como en la de Pancho Villa, sino porque contar, que es lo único que sabe hacer Teo, es tan inútil como la hermosura de la protagonista en “La huída”. Aquí la autora hace otro guiño a la escritura: contar también es narrar. ¿Y para quién puede resultar útil este oficio?
Macabras son las relaciones entre los otros dos relatos. En “La peste”, unas vacaciones en la década de los años cuarenta se ven interrumpidas por el temor a una epidemia de Polio que simboliza la amenaza percibida por los miembros de la familia Lejárrega en el golpe militar de Perón. En “Las eléctricas” una joven camina hacia la “Jaula de los Gritos” donde será torturada, como tantas víctimas del terrorismo del estado militar argentino durante la década de los años setenta. Pero a los relatos no los vincula el motivo político sino las mujeres que sufren los rigores de los ordenamientos (estructuras) patriarcales, dentro de las estirpes como dentro de los países. La presa intenta recordar un juego que le enseñó su madre, que había sufrido los rigores de un tratamiento para la depresión –“¿Te he contado alguna vez lo que me hacen en la clínica?”–. Con ese procedimiento, según le prometía, ella podría “salir de su cuerpo”, concentrándose en una sensación. “Si lo consigue, si logra asirse a alguna imagen, navegará entre espasmos hasta la cima de la memoria”. Lo mismo que Alma proponía a la pequeña Sonia hace con sus lectores la autora argentina residenciada en España desde 1977: agarrarse de una metáfora familiar para enmascarar los meandros siniestros de la historia.

@michiroche

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