jueves, 24 de septiembre de 2015

Leer para descubrirse

A los 19 años, cuando apenas había salido del curso preparatorio de la Escuela Normal Superior de París, Agnés Desarthe se sentía incómoda en cualquier biblioteca y su perfil no era el de una intelectual come-letrasAunque estudió en la ENS, la institución de enseñanza creada durante la Revolución Francesa en donde aún se educa la intelligentsia gala y sus padres pusieron empeño en desarrollar su interés por las letras, Desarthe no se atrevía a decir que le disgustaba leer. Tuvo que vencer sus propios miedos para convertirse en la traductora de renombre, que ha puesto lo escrito por Virginia Woolf y Cynthia Ozick en francés, y la narradora consagrada que es hoy –su novela Un secreto sin importancia (1996) ganó el Premio Livre Inter y vendió más de 50.000 ejemplares en un mes–. Cómo aprendí a leer cuenta esa historia y confiesa el odio que encerraba un amor profundo.
Cómo aprendí a leer
El libro cuenta una travesía desde la niñez hasta la adultez navegando sobre la narrativa, la poesía y el ensayo con el objeto de reconocerse en la palabra escrita. “Cada vez que un personaje, sea en un libro o en una película, descubre el alfabeto, lloro. Poco importa la calidad de la obra, lo que yo busco es la escena: Un dedo que sigue una serie de letras y consigue, por primera vez, desentrañar su sonoridad, descifrar su sentido. No hace falta más: se me caen las lágrimas”, escribe.
Hija de una rusa hebrea y de un libio, para la autora nacida en París en 1966 existe un vínculo entre la persecución, el exilio, la humillación social y la lectura –“entre la palabra ‘judío’ y la palabra ‘libro’”–, que la incapacitaban para reconocerse en la palabra escrita: “Durante años me he negado a leer porque mi abuelo materno había sido deportado; porque la familia de mi padre se había visto obligada a abandonar Libia y después Argelia; porque, a pesar de nuestros esfuerzos nunca éramos lo bastante franceses, lo bastante burgueses; porque la lectura por un desgraciado juego de prestidigitación, estaba asociada con Francia, la Francia del terruño, el terruño que nunca conocería, que nunca poseería”.
En el libro editado en castellano por Periférica, la lectura permite que Desarthe descubra su identidad como mujer, como ciudadana francesa y, más importante aún, como escritora. Pero el paso entre la joven estudiante que, a pesar de que ocupaba gran parte de su tiempo libre con los libros, despreciaba la lectura y la traductora adulta que la convirtió en una herramienta profesional ocurre, como en todas las aventuras heroicas, a partir del descubrimiento de la ayuda mágica. En el libro Shosha de Isaac Bashevis Singer, que encuentra por casualidad, se identifica con todos los personajes, con el ambiente, incluso con los objetos inanimados que muestra el autor que escribió toda su obra en Yiddish. Esa lectura le despertó un feroz apetito y devoró, una tras otra, las obras del ganador del Premio Nobel de 1978. En su cuentos “Yentl el niño del Yeshivá”, por fin, encontró la respuesta a la pregunta inspirada por Mijail Bajtín: ¿desde dónde leemos?
La historia de una niña cuyo padre rabino la enseña a discutir la teología judía desafiando la tradición la introdujo a una feminidad transgresora que le hizo comprender el lugar que ocupaba en el mundo. “Leer a Singer no sólo permitió que una voz, hasta entonces ausente, se elevara para ofrecer por fin las historias de mis orígenes con lagunas, sino que también me dio acceso a una nueva proposición, a una repartición diferente de los atributos y posibilidades relacionadas con el género”, escribe en el libro: “Ya no era mi familia contra Francia, ni mis padres uno contra otro, era el mundo de antes contra el mundo de ahora; y en el seno de esta contradicción: la mujer sumisa contra la mujer sabia”.
El lector inocente pensará que Cómo aprendí a leer se trata de una declaración del amor por los libros de una escritora, pero eso sería como repetir alguna frase vacua como esa de que la lectura es un viaje a otros mundos sin moverse del asiento. La lectura es más que escapismo y placer, se trata de una herramienta para conocer y reconocerse; es una forma de apaciguamiento de los impulsos básicos y una necesidad para interpretar el mundo. Así, este libro es más que la historia de un recorrido iniciático, es la suma de esas reflexiones sobre los libros es una evidencia de la estructura de relaciones entre las culturas a través y los entramados lingüísticos que las diferencian que se articulan a partir de lo escrito. Es un homenaje a la lectura como espina vertebral del conocimiento y las relaciones entre culturas.

@michiroche

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Voces de la locura corriente

Francisco Arévalo es poeta y con algunos premios que han reconocido su dominio de la lírica, prueba suerte con la novela. Su primer amago, La esquizofrenia de las golondrinas, obtuvo el premio Fundarte de novela. Las suspicacias y las hablillas del mundo literario no se hicieron esperar.
Háblame, háblame Iolanda
Con otra novela Háblame, háblame Iolanda (Ediciones Estival 2014) reincide con su peculiar universo narrativo. La oralidad le sirve como pivote para presentar un buen número de microhistorias, caracterizadas por una crudeza que raya en lo grotesco. En la novela dos mujeres dialogan o para ser especifico: una habla y la otra es sólo oídos. Una es paciente y la otra siquiatra. La que habla es cineasta, pero la hace de fotógrafa y es un caso clínico con posibilidades de salir de sus naufragios nerviosos. A esta voz se incorpora otra voz (Lucho) que es algo así como un escultor con mucho vicio (alcohol y droga). Cada capítulo va precedido de un epígrafe. Frases de una gama variada y de personajes del mundo de las letras, el cine, el arte o la música. Algunos son enigmáticos como este de Pessoa: “Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta”. También los hay de un humor raro como este de Frank Sinatra: “Uno tiene que vivir, porque morir es muy molesto”.
De la mujer que habla (Iolanda Teresa Bruno Freites) conocemos mucho. Mientras de la que escucha (Rosa María) no sabemos nada, pero de algún modo una es espejo y la otra en un mero reflejo. A la que habla/narra se podría definir con esta frase: “Los loqueros comprendieron que mi grito más fuerte era el silencio,…”
El autor aparte de ese artilugio de médico/paciente para echar a andar la novela emplea otros recursos como el diario, las cartas/notas tradicionales y con dichos elementos estructura una narración de gran fluidez, sin mencionar que los capítulos son breves y le permiten un respiro al lector de una logorrea florida y que trata de unir las piezas desarticuladas de una vida.

La novela concluye con una frase de un autor que ya nadie lee como Anatole France. “Una persona nunca es feliz si no es pagando el precio de ser un poco ignorante”. Aunque no hay que ser un pesimista aguafiestas ya que la felicidad, como lo expresa Fernando Savater, podría consistir en una receta minimalista: “Gustos sencillos y mente compleja”.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Néstor Mendoza, pasajero de voz y gestos

Néstor Mendoza es un observador que transita en busca de rostros, gestos y actos. Aparta la carne y escudriña en el cansancio, la bondad y la tristeza. Sus versos se alimentan de lo cotidiano e íntimo.
Mendoza (Maracay, 1985), quien fue el ganador del IV Premio Nacional Universitario de Literatura Alfredo Armas Alfonzo, mención poesía, con su obra Andamios publicada en el 2012 por la editorial Equinoccio, presenta su segunda obra, Pasajero, con el nuevo sello de Dcir ediciones (fundado por el maestro Carlos Cruz-Diez y la poeta Edda Armas). Dicho libro se divide en tres partes constituidas por 28 poemas. Bien es cierto que prevalece el verso libre, pero se destacan dos composiciones poéticas antiguas: Una sextina en el poema del mismo nombre y una cuaderna vía en los versos de “Prisionero”.
Pasajero, de Néstor Mendoza
En el primer poema, del cual recibe el título esta edición, nos lleva a un entorno mecánico de lata y humo, donde hombres y mujeres se desplazan con todo el peso de la rutina sobre el asfalto. El poeta pasajero en el camino suda a través de un ritual diario y dice que no es un extraño, que su vida se cruza con los pesares, con los sueños de otros en un autobús: “Hay un poco de inocencia / en estos perfiles: / algunos cierran los ojos / en un sueño momentáneo, / se dejan detallar, auscultar. / Sin que lo noten, presentan una mueca íntima, / un gesto breve. / Admiro a las personas que duermen / en el autobús, ofrendan el sueño y no lo saben” (…) “Gente buena que me mira, en el bus, y escarbo / su costado amable, muy adentro”.
En “Un hilo claroscuro” se repite esa observación cotidiana y minuciosa, capaz de exponer con notable sencillez a los transeúntes y su entorno: “Así van los hombres deliberadamente ausentes; / con su cuota de sol, marchan / y no preguntan qué sucede en los negocios / y la sombra que a esta hora no existe”. Pero al igual está el reclamo hacia el dolor, la violencia y la muerte en el país, que recibe el nombre de mes, “Febrero” quizás un 12 de febrero de 1814 o 2014: “Hay una pequeña urna donde pretenden acumular / el exceso del paisaje incómodo, / doloroso / (manos y piernas quietas / para siempre) e hincar, hondo, / el acero del fusil”.
Lo femenino palpita en este poemario. La mujer protagonista en esta obra es, a veces, la criatura “Dócil” que sufre la injusticia de los golpes de su amante. De esta manera, Mendoza se atreve a mostrarnos un cuadro sobre la violencia de género del que fue testigo: “Una cantidad indeterminada / de puños se ensañó contigo. / Quebró la longitud blanca del hueso, / en partes que no pueden armarse de nuevo, / o que yo, particularmente, no sé armar”. O la compañera que en la intimidad admira, ama y de la que estudia los más mínimos “Gestos”: “Para mí, no existe una sola cara: / puedo interpretar muchas sonrisas / que me indican tu aprobación, / cuando ignoras sin querer / y amas sin que te des cuenta”. Una mujer siempre está presente en su deseo, en su mente, en su rito personal, y ello se aprecia y confirma en “Breve anatomía”: “Dentro del cuarto, / todo lo que admiro duerme en mi cama, / tiene cuerpo delicado y menstruación”.
La sensualidad la hallamos en cada poro de “Barbería”, hombre que toca el rostro de otro: “El que está sentado agradece la navaja, / el trazo suave que poda el cabello / y alínea las patillas.”(…) “Hay un gesto masculino, paterno, / que ambos notan, que se impone”, pero más allá de géneros hablamos del despertar de los sentidos. Esos que muchos asumen dormitados por  tratarse de un corte de pelo que se anota en la lista de la rutina.
Dios también es cotidiano en los versos de Mendoza. Ya lo leímos en Andamios donde un niño corre detrás de Dios cuando suena el timbre en la escuela, porque para él no está  lejos, no está disfrazado de religión, sino de hogar, madre, abuela, esperanza y así nació de una naranja en su poema “Fundación”: “Dios bajó de su burro / sin mirar el horizonte / que dejaba atrás; / solo bendijo la tierra / que habitarían / sus hijos”. Y se niega rotundamente a creer que el hijo de Dios es una imagen de yeso que cuelga inerte en una pared donde le rezan, así lo escribe en Devoción: “Es una figurilla que cuelga laxa, / descarada: ya dejó de ser piel / y aparece la blancura del yeso”.
Pasajero con sus notables y cuidados versos nos deja la impresión de que Mendoza se arriesga, mejora y madura en cada obra que publica y desde ya forma parte de la historia de la poesía venezolana.